viernes, 26 de diciembre de 2014

UN CUENTO PARA FINAL DE AÑO, del libro titulado: DOCENA Y MEDIA DE CUENTOS


Un cuento para final de año.

Uno de mis viejos cuentos del libro publicado con el título: "Docena y media de cuentos".


Luis Pescetti
EL RESTAURADOR DE MUÑECAS

Iba al museo cada mañana, envuelto en la niebla de muchas noches de insomnio, subía a la sala quinta y se sentaba a contemplar “Niña con muñeca rota” hasta que la imagen se difuminaba entre su mente y el lienzo y le inundaba la cabeza con una insoportable melancolía.
La amó como a su propia hija, Adela, porque llegó a pensar que era ella la que había vuelto de la muerte  y que, como en otro tiempo, se sentaba en su silla de anea, con un vestido blanco y el sombrero olvidado sobre las baldosas, donde la brisa ondulaba, en un leve trémolo, la cinta de raso verde.
Miraba su gesto contraído pero no sabía cómo consolarla. Se sentía atrapado por la niña del cuadro que sólo atendía a su muñeca rota. Él sólo atendía a su corazón y esperaba no sabía qué milagro. También la llamó Adela, como a su  hija, y susurraba su nombre entre sueños. Su mente se nublaba con frecuencia y el cuadro y el recuerdo de su niña acabaron siendo una misma cosa. Creyó haberla encontrado y, sólo cuando el conserje le recordaba que debía marcharse, se iba y la dejaba apesadumbrado, siempre en la misma silla, siempre con la muñeca rota entre las manos.
Volvía al museo al amanecer y aguardaba pacientemente la hora de abrir. Subía a la sala y se sentaba frente al cuadro, agotado e impotente, sin poder ofrecer a la niña más que su silencio y una inútil borrachera de tristeza. La trágica expresión de su carita y el gesto de las manos —que intentaban inútilmente recomponer aquel sueño de porcelana y organdí—, lo habían subyugado de tal forma que hubiese dado su vida entera por remediar tanta desventura.
Una noche, en uno de sus rebuscos habituales por los contenedores de basura, encontró una cabeza de muñeca antigua. Le abrió los ojos, que aún conservaban cierto brillo de cristal, y la llevó a su taller. La sujetó bajo la lámpara y se dispuso a trabajar. Lo hizo con un ahínco febril, contenido sólo por la paciente minuciosidad del artista y, con la pericia de un experto, empezó a recuperar la delicada belleza oculta tras la mugre y el abandono.
Después de limpiarla cuidadosamente, la barnizó. Le puso una peluca de rizos dorados y pestañas nuevas; perfiló la línea de las cejas y el carmín de los labios y aplicó una pincelada de colorete a las mejillas. En el baúl de los retales encontró material para confeccionar manos, uñas, medias de seda, enaguas de encaje, zapatitos…, primores de artesano para un cuerpo de desechos. La primera luz del alba lo sorprendió cosiendo un vestido de organdí, igual al que tenía la muñeca de Adela, y rematando cada detalle bajo su atenta mirada de perfeccionista. Al verla entre sus manos, tan hermosa, pensó que  merecía un soplo de vida.
Mucho antes de abrir, ya esperaba a la puerta del museo con su muñeca terminada. Oyó al conserje descorrer el cerrojo y, una vez dentro, subió las escaleras de dos en dos hasta la sala quinta. En el silencio del museo vacío sus pasos sonaban huecos y lejanos, como algo ajeno a él. Llegó sin aliento y con la sensación de que su alma y su cuerpo se habían disociado y no eran suyos. Su alma volaba y sus piernas apenas lo sostenían.
Al franquear la puerta de la sala se quedó atónito. El cuadro estaba casi vacío. No quedaba dentro de él más que la sillita de anea y el sombrero con la cinta verde. La niña había salido del lienzo y estaba de pie bajo el marco. Lo miraba con sus ojos de acuarela azul y, sonriendo, tendía hacia él su mano. Adela quería recuperar su muñeca.

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