Otro de mis cuentos rurales. Y no fue tan cuento...
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LA GALLINA DE LA ABUELA BERTA
El hecho de que a la abuela
Berta le hubiera desaparecido misteriosamente la mejor de sus gallinas, nos
sumió a todos en una triste congoja. Durante algunos días hicimos batidas
familiares en las que no quedó seto, ni cabaña, ni escondrijo que no
inspeccionáramos mil veces; ni zarzal, ni maleza que no sacudiéramos con palos,
mientras ella la llamaba con voz doliente:
_¡Paca! ¡Paca! ¡Pacuca!
¡Paca!
Paca era una gallina roja,
grande, más inteligente que la mayoría, de inmejorable pedigrí y muy
indisciplinada. Descendía directamente de aquellas que antaño habían permitido
a la abuela ahorrar avaramente, durante
un lustro, parte del dinero obtenido de la venta de sus huevos, para comprarse
el único vestido algo bueno que tuvo en toda su vida. Era éste de sarga negra,
y lo estrenó el día de su casamiento. Aquel vestido fue traje de novia, de
fiestas, de funerales, de todos los acontecimientos que cruzaron su vida. Lo
había cortado y cosido ella misma, bien cerrado de cuello y puños, y lo
suficientemente holgado para que sirviera para todo, incluso para las preñeces.
Lo cuidaba como un tesoro porque, además, tendría que servirle de mortaja. Y
así fue; con él la enterramos poco después de cumplir noventa y siete años.
La abuela no podía creer que
la cadena generacional de sus excelentes gallinas se rompiera para siempre,
porque Paca nos regalaba uno o dos huevos diarios y una hermosa nidada de
quince o veinte pollitos todos los veranos. Era tan especial que fue la única
que tuvo nombre propio, y tan independiente que corría al gallo a picotazos por
el chiquero, disputándole la percha más alta para dormir.
No era la primera vez que la
abuela Berta la perdía de vista. Con frecuencia se escapaba e iba a hacer su
puesta en los lugares más insólitos, así que nos veíamos obligados a rastrear
el cobertizo, el establo o el henil, y a veces encontrábamos nidos con diez
huevos o más.
La abuela le tenía ley, la
mimaba, le llevaba como golosina caracoles del huerto, y le metía un dedo por el culo para saber si pondría un huevo al día siguiente. Paca también la
adoraba a ella y la seguía cacareando
escandalosamente por todas partes.
La abuela Berta gimoteó toda
la semana por los caminos esperando encontrar, al menos, alguna señal de que se
la hubiera comido el raposo; pero la gallina había desaparecido como si hubiera
ascendido al cielo, sin dejar huella.
El dramático desequilibrio que supuso en nuestra precaria
economía doméstica la desaparición de Paca, la percibimos incluso mi hermano y
yo, aunque éramos muy pequeños, porque nos quedamos sin nuestro
huevo para merendar. La abuela Berta tenía la costumbre de apartarlo para nosotros, de los
destinados a la venta, con el afán muy de alimentarnos un poco mejor.
Lo freía con cuidado, ceremoniosamente; lo colocaba en un plato entre los dos y
nos daba cinco o seis trocitos de pan a cada uno para que los mojásemos en la
yema por turno.
Luego ella misma cortaba la clara, ponía cada mitad sobre otro
trozo de pan y nos la comíamos inmersos en un devoto silencio. Después de la
desaparición de Paca, permanecíamos mudos y circunspectos mientras merendábamos pan solo.
Durante algunos días, cuando
ya todos dimos la gallina por perdida, la abuela siguió saliendo por los
alrededores del lugar, preguntaba por ella a los vecinos y la llamaba con voz
llorosa. Le costó mucho asumir que no volvería a verla.
Una madrugada, justo tres
semanas después, creyó oír, en el duermevela del amanecer, a su gallina como
si emergiese del fondo de sus sueños. Ya despierta del todo,
hubiera jurado que era Paca quien cloqueaba en el corral. Se levantó impulsada
por un presentimiento que le aceleró súbitamente el pulso y abrió la ventana
de un manotazo. Su corazón se puso a cantar la alborada más hermosa de su vida
cuando vio a Paca escarbar afanosamente en el estiércol buscando gusanos,
mientras vigilaba, sin perderlos de vista ni un segundo, quince preciosos
pollitos recién nacidos.
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